El lobo de plata - parte 2

No pasó más de media hora entre el hallazgo de la primera veta de oro y el grito de un leñador que venía de la parte más lejana del campamento, a solo medio día de jurar lealtad a la bandera. El general Mazimiliano sale de su tienda y pregunta por el escándalo, que ha reunido a bastante gente a su alrededor.

El leñador explica que vienen acercándose un caballo y al menos cuatro hombres a lo lejos, y cree que llegarán al campamento en cuestión de una hora. El general entonces ordena a su ejército de apenas cincuenta hombres estar listos para el combate con los nativos a sabiendas que muchos de ellos se encuentran cansados y hambrientos. Sin embargo, Miler es quien los alista a punta de golpes con la parte plana de la espada.

El padre le menciona al general que espera que vengan en son de paz, pues aunque el deseo del nuevo rey se cumplió, que era conseguir oro, la comida y el agua escasean, y lo mejor sería negociar o lograr un modo de conseguir los suplementos básicos. Han cocinado uno de los caballos que sobrevivieron al viaje, pero quienes lo han comido ya se sienten con dolores estomacales. Otros han vivido del pescado o de algunas aves que se han dejado atrapar, pero algunos creen que es solo tierra muerta y ya quieren regresar a España.
- En ese caso, padre, venga conmigo. Su intermediación divina evitará que entremos en guerra con los nativos, si es que no vienen a atacarnos como los salvajes que pueden ser.

En unos minutos el equipo está listo y se dirigen al lugar mostrado por el leñador, tras una loma, pero antes de alcanzar a la cima, llegan primero los indígenas: dos hombres de contextura fuerte, con un vestuario similar, diferenciados porque uno es calvo y el otro porta una cabellera larga con rizos, acompañados de otro hombre un poco más grande, pero cuya ropa era mucho más vistosa, al punto de parecer extravagante. Sobre el caballo viene un paquete grande.

El general y el sacerdote se bajan de sus bestias y caminan hacia los nativos, pero se detienen en seguida cuando ellos alistan sus armas, algunas parecidas a martillos filosos. Miler ordena a sus soldados hacer lo mismo, pero los nativos los dejan en el suelo y bajan del caballo lo que parece ser el paquete. El padre sospecha que se trata de un cuerpo. De repente, al poner el paquete vertical, este empieza a caminar hacia ellos. Tanto los indígenas como los visitantes están tensionados, hasta que el paquete caminante se detiene unos pasos frente a estos últimos.

El militar saca una daga de su bolsillo y se acerca cautelosamente, rompe las cuerdas y descubre a una bella mujer que no parece para nada atemorizada, sino más bien confusa. Los nativos se arrodillan mientras la mujer termina por salir de sus ataduras. Trae una vestimenta sobria, pero deja ver su piel morena.
- Soy Mazimiliano, él es el padre Carlos Dijuliao…
- Aneg, atrac Meri-iop, nam repue selseuca. Zebas rigo.

De inmediato, los nativos se levantan y el hombre grande se sube al caballo y se va a toda carrera, mientras los otros dos hombres toman sus armas. A la misma velocidad, Miler ordena detenerlos y ser apartados de sus armas, pero Mazimiliano pide que no sigan al hombre a caballo.

- Van a traer más hombres, es peligroso – dice Miler.
- No vamos a entrar en guerra, no vamos a traer a Europa a este lugar. Si es el caso, podemos entregar a estas personas cuando regresen. Además, creo que ellos nos ayudarán a buscar recursos.
- Mi pregunta es: ¿Por qué estaba atada? – cuestiona el sacerdote - ¿Es una prisionera o un sacrificio?
- Usted puede averiguarlo, padre – le dice el general – Sé que usted en sus campañas de evangelización ha logrado enseñarles español a los salvajes.
- No me gusta ese término, pues pienso que solo siguen los instintos naturales humanos.
- Bautícela, padre – intervino Miler – Así el diablo no estará entre nosotros.
- Bien. Será María, como nuestra madre, y Esperanza, pues confío en que tendremos esperanza gracias a este episodio. Respecto a estos dos hombres, les llamaremos Gabriel y Fernando, como los santos a los que oré durante el viaje.

El padre Carlos cumplió con lo solicitado, enseñándole el idioma a María, mientras Gabriel y Fernando fueron esclavizados por Miler, sin ser vistos por ella. El general visitó la tienda a los dos días para conocer el avance, y él le dijo que su progreso era impresionante, como si ella “también quisiera comunicarse” con afán. Al mismo tiempo, él también está aprendiendo su idioma. Así, Mazimiliano le pide que pronto lo guíe a un lugar con agua fresca, pues sus raciones se terminarán pronto y no ha llovido ni una gota. Además, un grupo está por regresar a España con el tributo a su rey y con los que no aguantaron vivir en la nueva tierra.

María dice a través de palabras arrastradas, señales con las manos y en su propio idioma que conoce un lugar y que estaba pensando que los visitantes no la bebían, sino solo el líquido avinagrado que estaba tomando últimamente. De esa manera los lleva junto a los soldados y los capturados cerca de una montaña donde corre una corriente de agua y en la que más adelante se ven bebiendo unas reses salvajes.
- No me equivoqué con tu nombre – dice el padre – Estamos salvados. Gracias a Dios.
- Gracias Lausan, gracias Actolé – dice María haciendo una reverencia.


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