El lobo de plata - parte 1

Un ave enorme de plumas blancas en su cuerpo y negras sobre su cabeza, con un pico largo, despierta de su letargo, y extiende sus enormes alas sobre su nido, en la copa de una palma bastante alta. A lo lejos, el ave parece observar un barco que navega en el mar y se acerca a la costa. De repente, decenas de aves similares empiezan a trinar al mismo tiempo.

Aunque es por la mañana, el cielo está bastante nublado y en el lugar en el que navega el barco, una tormentosa lluvia lo mece. Adentro, un hombre que trataba de dormir se levanta de su litera, trasboca en una bacinilla y lanza su contenido por la ventana del barco. Trata de respirar un poco, algo que se le hace pesado, cuando ve a lo lejos lo que parece tierra. Rápidamente, se pone algo de ropa y abre la puerta. Hay algarabía por doquier, hombres y mujeres caminan y corren por el pasillo.

- ¡Cristian! ¿Qué está sucediendo?
- General, buenos días, parece que hoy desembarcaremos en América. Nos han ordenado tener todo listo.
- Finalmente. Las oraciones del sacerdote han funcionado. Hablando de él, dile que quiero verle.
- Precisamente iba para su habitación, general, permiso.

El joven, que destacaba por su vestimenta distinta a los demás, con un vestido negro que lo cubría hasta el cuello, continuó el paso rápidamente y golpeó la puerta más adelante. Desde adentro, una voz más ronca, le dijo que pasara.

- Padre, buenos días.
- No es necesario que golpees – el hombre, canoso y rubio, con un aspecto de sabiduría, estaba sentado frente a su escritorio – Tú puedes entrar de una vez.
- Es irrespetuoso, padre
- ¿Qué sucede?
- El gobernador le ha invitado a desayunar y el general Mazimiliano también quiere verle. Parece que hoy desembarcaremos…
- Pensé que moriría en el mar – dijo el sacerdote mientras reía – No lo menciones, todos creen que estuve orando.
- ¿No lo estuvo haciendo?
- Tal parece que el gobernador tenía razón. Así las cosas, ya no será más gobernador, ahora será rey. Dile al general que después del desayuno estaré en la capilla. Allá lo esperaré.

Cristian continuó con sus órdenes de manera diligente. Siempre obedeciendo, era más perfeccionista que otra cosa y no quería que nada saliera mal. Pensaba que tal vez esa era la razón por la que el sacerdote lo había elegido entre el resto de seminaristas para esta aventura y estando allí, a pesar de su rango, se sentía con cierta posición dominante sobre los demás que iban allí, especialmente los soldados.

Por esa razón, al golpear la puerta del general, sentía un poco de autoridad, que se le pasaba cuando ordenaba que siguiera, y se intimidaba. El hombre era tan alto como el padre, un poco menor, pero con una abundante barba canosa y ni un solo pelo en la cabeza. Trató de darle el mensaje desde la puerta, cuando un soldado lo apartó y entró a la habitación. Se puso frente a él con una mano en la frente.

- Descanse sargento Miler.
- General, el gobernador lo invita a desayunar.
- Lo supuse. Va a decirnos que se autoproclamará rey como nos lo hizo jurar antes de partir.
- Nadie pensó que iba a encontrar tierra. Pero no lo llamaré rey. Mi lealtad será siempre con el rey de España.
- Tonterías. Es solo una formalidad. Dudo que volvamos a ver al rey Felipe Tercero. Tengo entendido que tenías cierta influencia en la corte. ¿Te asignó alguna misión? ¿Serás espía?
- Mi única misión es con Dios y será reformar a los salvajes que encontremos.
- Deja eso a los religiosos. Ahora estás bajo mi mando, y en cuanto el gobernador sea ungido, deberás llamarlo rey o como quiera que él desee. Lo juraste también. Hablaremos más tarde. Habrá que establecer algunas funciones en cuanto atraquemos.

El sargento salió de allí observando de reojo a Cristian, quien todavía estaba allí. El general lo observó también y Cristian agachó la cabeza, dio el mensaje y se retiró.

En la tarde, son varios botes los que parten del barco y llegan a las playas. Las enormes aves empiezan a aletear de nuevo y pronto un gran grupo empieza a volar hacia el interior. Combinado con el atardecer, es un acto muy bello, o al menos así lo piensa el general. Pero no hay tiempo para contemplar, ya es tarde. Los soldados examinan el área y empiezan a iluminar antorchas. Algunos creen haber visto huellas de animales salvajes, como lobos y osos. Los ingenieros empiezan a establecer de dónde a dónde irá el campamento. Se escuchan las hachas y los martillos continuar el canto que dejaron las aves.

En la madrugada, un hombre bien vestido, junto a su esposa, varios hombres y mujeres, el sacerdote y el general, clava una bandera verde y roja en el suelo, mientras declara que la tierra que pisan es propiedad soberana del nuevo reino de Sabernal. Todos inmediatamente se arrodillan ante él y la bandera.


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