El vestido azul

Desde que se separaron, Helena no había vuelto a dormir bien. Se quedaba todas las noches mirando a través de la ventana y deseando que su querido esposo regresara. Pero también sabía que no lo haría. Recordaba con tristeza que él conducía el auto esa noche y una absurda discusión sobre su vestido azul terminó haciendo que perdiera el control y se estrellaran. En ese momento se separaron para siempre.

Al pasar el tiempo, Helena empezó a olvidar cómo se veía la luz del día. Al amanecer, después de pasar la noche en vigilia, sentía el cansancio y trataba de dormir, pero entonces la despertaban las pesadillas. A veces era su querido esposo llamándola, lamentándose, queriendo estar con ella. Otras, era una anciana ciega, y la buscaba por toda la habitación. En otras ocasiones sentía un espectro maligno que se subía sobre ella y la miraba, acariciaba su vestido deseándolo, luego introducía su delgada lengua como un tubo y absorbía la saliva de su boca. Al despertar, veía el ocaso en la ventana.

Ocasionalmente olvidaba qué era lo que hacía durante el día, solo recordaba quedarse metida en su habitación toda la noche e incluso no estaba segura si desayunar en la cocina o tomar una ducha eran recuerdos o invenciones de su mente depresiva. Luego pensaba que su estado era solamente algo postraumático que iba a dejar pasar.

Por momentos notaba con susto que ella no había cerrado la cortina y la abría, o lo contrario con la puerta que encontraba abierta y la cerraba, también que el vaso de agua en la mesita aparecía lleno tras haberlo bebido o que el libro abierto sobre la mesa antes lo había puesto con cuidado en el librero de la habitación. Llegó a pensar que era su esposo quien se trataba de comunicar con ella por medios sobrenaturales.

Helena pensó que estaba enloqueciendo y, mientras la luna la iluminaba, lloraba y gritaba que quería estar junto a su esposo, que lo extrañaba, que hubiera querido que esa trágica noche nunca hubiera pasado. Repentinamente, como si estuviera en un trance, empezó a escucharlo, sentía su voz que le pedía que se sentara en una de las sillas junto a la mesita de la habitación y ella se preguntaba si estaba dormida, y si así era tendría la oportunidad de verlo de nuevo. En algún punto estaba consciente que quizás estaba demente.

Corrió la silla suavemente, un poco asustada, un poco ansiosa, y se sentó. La voz de su esposo, que parecía enfocarse frente a su rostro, tan nerviosa como ella y al mismo tiempo tan poderosa, le pedía que estirara los brazos y abriera las manos. Helena, muy nerviosa, obedeció atentamente, y sintió sobre sus manos el roce como de una seda, una sensación que se hacía cada vez más sólida, hasta que vio que sobre sus manos estaban las manos de su esposo, empezó a ver los brazos como si salieran de una niebla, vio el cuerpo, el cuello y el rostro asustado y entristecido de su esposo, todo él, sentado en la silla frente a ella.

—Debes… - dijo él, entrecortado.
—Amor de mi vida, no te escucho. ¡Ven conmigo! ¡Quiero que estemos juntos!
Él trató de soltarse, pero se restableció. Observaba a la derecha, como si estuviera escuchando a otra persona, siguiendo sus instrucciones.
—¿Con quién estás? – dijo Helena - ¿Es otro fantasma?
—¡Debes partir, no estás bien!
—¿A dónde debo ir?
—Busca la luz…

Fue como un corrientazo. Todo tuvo sentido. Helena se soltó y vio la habitación iluminada, viva, y a la anciana sentada junto a su esposo. Empezó a recordar sus sueños. Veía a su esposo asustado en la habitación, asustado porque veía abrirse solas las cortinas en la noche, asustado porque se cerraba la puerta, asustado porque los libros se movían solos, asustado porque su vaso de agua amanecía sin agua, asustado porque la silla se movía de su sitio y asustado porque escuchaba sus tristes lamentos y llantos en medio de la noche. Veía a su esposo hablando con la anciana, pidiéndole ayuda y la anciana le decía que Helena no quería irse de allí y si no lo hacía, un demonio vendría por ella.

Helena reaccionó y la habitación había vuelto a apagarse y ser fría. Empezó a gritar por su esposo y preguntaba por la luz. Detrás de ella apareció aquel ser infernal y le dijo con voz convincente que no se preocupara, que si se iban juntos la llevaría a donde estaba la luz, y que pronto se reuniría con su amado esposo. Un portal de fuego se abrió y Helena, como si estuviera hipnotizada, aceptó irse con él.

«Helena ahora descansa en paz», dijo a la anciana a su esposo. «Si no es molestia, quisiera mi pago». El hombre, evidentemente dolido, pero como si se hubiera librado de un gran peso, se acercó al armario y sacó una caja con el sello de la morgue y el nombre de Helena. La miró pensativo. «No crea que soy una persona mórbida. No sabe cuánto significa para mí», le aseguró, agregando que era un pago mejor que el efectivo y prometiendo darle un uso respetuoso. El esposo le entregó la caja a la anciana quien sonrió mostrando todos sus dientes al ver su contenido: un vestido azul.


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