Un Príncipe de Acero - parte 5
Mauro recordó esa noche cuando era un niño, después de
la muerte de sus padres, vivió con su nana en Tobina, un pequeño pueblo de
cabañas de madera que se dedicaba a la siembra, y en donde jugaba con Juan por
todas las montañas y los bosques. Cuando creció se trasladó al apartamento de
Las Colinas de sus padres, fue inscrito en el colegio, estudió en la
Universidad Real y se volvió un exitoso ingeniero.
Sólo hasta que se encontró
con Juan, recordó su infancia y no podía creer lo que decía el periódico. La
orden decía que había sido emitida por el Palacio, ya que bajo el pueblo y los
sembradíos había un yacimiento de hierro que sería explotada por la
multinacional de Aceros Limpios.
Al día siguiente, sin seguir protocolos, Mauro Ferro
se dirigió a la oficina del Primer Ministro y le exigió que revocara la ley y
que protegiera el pueblo.
-
Su Alteza, me
gustaría trabajar en eso, pero yo no firmé esa ley.
Daniel sacó una copia de la ley en la que permitía que
la siderúrgica hiciera la explotación y le mostró que, si bien tenía una firma
del Ministerio de Minas y Energía, la firma de autorización era la suya.
-
Hay que revisar
lo que uno firma, ¿no cree?
Mauro regresó a su oficina. Mauricio estaba como loco
revisando los papeles como sabiendo lo que pensaba Mauro.
-
Lo lamento, estoy
revisando todas las leyes para saber cuál fue.
-
Pensé que tu
trabajo era evitar este tipo de cosas.
-
Los legisladores
son habilidosos. Saben cómo incluir leyes dentro de otras menos considerables,
como las que…
-
Como las que he
firmado desde que llegué.
Ferro recordó el nuevo cargo de Káterin, el cargo que
tenía y la visita de Nando. Le pidió que continuara buscando el documento, y
sin decir nada, él se encargaría de citarlos. Preguntó dónde estaba su agenda.
-
Aquí está. En
media hora vendrá una periodista. Quiere entrevistarlo sobre el tema. Trataré
de tener algo para que le responda.
Mauro respiró hondo. Ya se sentía nervioso de nuevo.
Unas horas después llegó Susi Estéfanez a la oficina
del Príncipe. Mauricio estuvo pendiente de todas las preguntas y casi todas las
respondía él. En pocas palabras le dijo que se trataba de un error burocrático,
y que sería resuelto en pocos días.
Cuando Susi estaba por retirarse, Mauro dijo que la
acompañaría al menos hasta la salida de la oficina.
-
Disculpe, Su
Alteza, esta pregunta es fuera de grabación, ¿se encuentra bien? Es que siempre
que lo veo, parece estresado, como si estuviera aprisionado.
-
Bueno, no salgo
mucho. No es fácil administrar un reino.
-
No pensé que la
realeza se quejara – Susi miró a Mauricio y lo vio ocupado – ¿Le gustaría
tomarse una taza de café?
-
No sé si podría…
hay tanto que hacer…
-
Por supuesto, que
tonta soy… - dijo ella, riendo tímidamente.
-
¿Sabes qué? Soy
el maldito príncipe del reino. Supongo que podría tomarme una taza de café de
vez en cuando.
Mauro y Susi salieron en silencio. Caminaron hacia el
parqueadero de visitantes y muchos de ellos ni siquiera notaron que trataban
con el Príncipe. Se subieron al coche de Susi y ella condujo hacia una zona
reconocida por su vida nocturna y cosmopolita, llena de cafeterías al aire
libre, que le daban un estilo bohemio y moderno al mismo tiempo. Después de
parquear, ella lo llevó hasta la cafetería Milka, que según ella era su favorita.
Conversaron de todo. Rieron y se simpatizaron. Se
tomaron tres tazas de capuchinos. Ella le preguntó que cómo iba a arreglar el
asunto de Tobina y él le dijo que si pudiera, demostraría que en ese sector no
se puede explotar por muchas razones.
-
¿Qué te hace
falta?
-
Tendría que ir,
me hace falta una muestra.
-
¿Y bien? ¿tienes
algo que hacer? Ya sabes, además de ser el Principe y todo eso – Susi miró su
carro. Mauro comprendió.
-
Estás loca, es un
viaje como de doce horas.
-
Entonces es mejor
partir ahora ¿no crees?
Ambos rieron y cuando se dieron cuenta, estaban
cruzando la frontera de la ciudad. Pero no eran los únicos. Desde que habían
salido del Alcázar, un carro negro los iba siguiendo a cierta distancia.
En el camino conversaron sobre la tensión que demostraba
Mauro en cada momento, cuando estaba frente a las cámaras. Susi sospechaba que
posiblemente fuera víctima de una conspiración. Ya lo había visto antes durante
sus años de periodista cubriendo la nobleza, pero nunca en un cargo tan
elevado. Mauro no dijo nada.
Cerca de las tres de la mañana aparcaron frente a un
hotel. Pidieron una habitación para cada uno, pero sólo había una disponible.
Era un hotel modesto al frente de la carretera, a la entrada de un pueblo cuyo
nombre no conocían.
-
No hay problema –
dijo ella.
El encargado le dio la llave a Susi y fueron a la
habitación que decía el llavero. Una cama y un diván.
-
Lo siento, Su
Alteza, pero temo que tendrás que dormir en el diván.
-
No hay problema –
dijo Mauro, como liberándose de un problema – he dormido en lugares peores –
después de arreglar un poco el diván, preguntó - ¿Por qué crees que haya una
conspiración?
Susi ya estaba acostada, pero igual respondió.
-
No eres muy
interesado en la política de este país, ¿me equivoco? Antes de ser corresponsal
del gobierno, mi madre me educó para ser reina, así que aprendí toda la
historia del reino. Le seguí la corriente hasta que comprendí que esto no era
un cuento de hadas, pero no importaba, ya le había tomado cariño a esto de la
política, así que me decidí por el periodismo. Fue como me di cuenta de un
montón de cosas, de la distribución del poder y lo que harían por él. Los reyes
no son tan poderosos. Hoy en día la mafia está presente hasta adentro del
palacio. Te necesitarán hasta donde lo permitan.
La periodista dio las buenas noches como si hubiera
contado cualquier cosa, pero a Mauro le tomó otra hora tratar de dormir.
Regresó al lobby a comprar unos cigarrillos y el encargado le pidió que fumara
afuera en la carretera.
Al salir vio algunos coches estacionados y, a pesar de
la oscuridad y la poca luminosidad del hotel, entre ellos destacaba el auto
negro, que evidentemente parecía más costoso y limpio que los demás. Se le
hacía conocido y pensó que seguro era del Alcázar, pero seguro era porque no
había dormido y tras lo que le había contado Susi ahora se sentía paranoico.
De pronto un hombre le pide fuego y Mauro un poco
inseguro se lo ofrece. Parece que no es un indigente, aunque está oscuro. El
hombre también observa el auto negro. “Es precioso” dice él y Mauro no
responde. Al terminar el cigarrillo, Ferro se propone a regresar, pero el
hombre lo detiene.
-
Ey, necesito
regresar a la ciudad. Dame dinero.
-
Lo siento, no
tengo.
El hombre saca un cuchillo, que brilla en la oscuridad,
por el reflejo de las breves luces de la carretera. Mauro comprende que vienen
del Palacio a matarlo. No hay otra razón.
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