El romance de Sara Malagán - parte 6

En menos de dos meses ya habían comenzado con la tala de árboles de pino, y por cada lado más gente se animaba a participar. Al sexto mes, en el lugar y tiempo que habían predicho los cartógrafos, se encontraron los dos pueblos. “¡Aleluya!”, gritaba unos, “por fin”, suspiraban otros.

Al ser ganador, Ricardo II bautizo la nueva carretera de 200 kilómetros como el Gran Camino de Comercio. Sentía una gran satisfacción al suceder lo pronosticado por Oliva Monsalvique, lo que le hizo olvidar su inquietud sobre los herederos. Aunque ella le había enviado varios mensajes en los que decía que ya sabía la otra parte del sueño y que por lo tanto estaba mal interpretado, él no le hacía caso, ya no le importaba. Evadía los mensajes sin saber que de eso dependería el futuro de Sabernal.

Unos días antes de la premiación de la apuesta, Ricardo II ordenó que dos guardias lo acompañaran hasta la entrada del Gran Camino de Comercio y guiado por una extraña sensación se atrevió a entrar al bosque que los antiguos feridenses llamaban Retati, que traducía a sagrado.

Se detuvo en un claro en el que viendo hacia arriba se podía observar claramente el volcán Gema. Se sentó en una pequeña piedra al sentirse cansado. Sintió que lo observaban, y volteaba sorpresivamente la cabeza hacia atrás, pero no veía nada. Luego la volteó hacia delante y vio una luz refulgente que irradiaba un color verde. La luz se transformó en una mujer hermosa, sonriendo, como si ella hubiera visto un viejo amigo.

Tenía el cabello liso y largo y usaba una gran tela de seda desde el pecho hasta las rodillas, sujeta en el vientre por un cinturón de cuero. Desaparecía y aparecía como jugando a las escondidas y de pronto el rey la recordó como el hada del escudo que solo la habían visto los fundadores de Férida.

Luego el hada se le apareció tan cerca de su rostro, le hizo un gesto de silencio y desapareció. De inmediato, un hombre con una lanza brillante apareció de la nada, también con la espectral luz verde. Corrió hacia él y le enterró la fantasmal lanza.

Aunque no sintió nada, cerró los ojos de la impresión, y vio un montón de colores muy vivos a su alrededor. Al abrirlos se vio acostado en su cama. Desde entonces sufrió una crisis cerebral. Exigió que le contaran como había llegado a su cama.

- Como usted no llegaba – dijo uno – fuimos a buscarlo y lo encontramos en el bosque desmayado…
- Casi muerto – dijo el otro.
- Lo levantamos y lo trajimos.
- ¿Y el hada? – preguntó el rey – ¿Dónde está el hada? ¿Qué paso con ella?

Los dos guardias se miraron impresionados y le dijeron encogiéndose de hombros: “No lo sabemos, su Majestad”, pero él no les creyó y se puso eufórico.
- ¡Ustedes saben dónde está! ¡Devuélvanmela! ¡Es mía y sólo mía!

Era evidente que Ricardo II había enfermado. Tenía grandes fiebres y malestares, pero nadie lo notaba porque sabía ocultarlo. Después de ese ataque de euforia durmió quince horas seguidas y despertó con su típico ánimo optimista como si nada hubiera pasado.

Su mejor amigo y asistente, Alberto Marín, fue el primero en enterarse de su enfermedad. Llamó sacerdotes y reconocidos hechiceros, pero ninguno lo pudo curar. Mandó un mensajero por Caballo Blanco para que le dijera a Emilio Górgorus que trajera el mejor curandero de Férida para aliviar a su rey. El mensajero atravesó el camino de comercio y llegó a su destino un día antes de la inauguración.

Al día siguiente se dio la espectacular entrada del rey Emilio Górgorus por el norte del reino de Sabernal. Era una caravana que constaba de varios carruajes alegres como en un carnaval. Los primeros siete carruajes representaban a las regiones constituyentes de su país: Cirón, la capital, Mompelí, Bérdeva del Oeste, Bérdeva del Este, Caucia, Bitlán y Rein.

Al otro lado lo esperaba el ganador de la apuesta, Ricardo II, sentado en una enorme silla de terciopelo construida para la ocasión. Alberto Marín lo recibió y le preguntó discretamente si había recibido el mensaje. “Mejor que un curandero – dijo él – he traído a un médico especialista. Sabernal parece seguir en la Edad Media”.

Marín se impresionó, pero el monarca tenía razón: había pasado tanto tiempo desde que se ocultaron de la civilización que los médicos dejaron de practicar sus oficios y los descendientes africanos habían acaparado el negocio de la salud.

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